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viernes, 16 de agosto de 2013

FABULAS

Introducción

   Duelos y quebrantos, según cuentan y se refleja en El Quijote, era una fritada hecha con huevos y grosura de animales (especialmente torreznos o sesos) que se comía antaño, en tiempos de semiabstinencia, los sábados de Cuaresma, en los reinos de Castilla. Como tales, también podían entenderse otras cuestiones de estas palabras (quizás no tan agradables como las gastronómicas), según el contexto en las que las quisiéramos ubicar al servicio de nuestros intereses y/o intenciones. De ello me surge la idea de lo sencillo que resultaría reutilizar estos cuentos que siguen y los ya publicados en anteriores entregas, con otros propósitos (incluso oscuros), para los que en un principio no fueron pensados.
   Indudablemente no tengo "Patente de Corso" para decir que mis interpretaciones sean las únicas posibles, las más idóneas o exactas. No, ni mucho menos. Pero tampoco me gustaría que se mal interpretara, y mucho menos que se hiciese un mal uso para crear confusión intencionadamente. Todo lo contrario. Busco únicamente, si ello es posible, hallar algo de claridad en esa maraña de dudas, intereses, miedos y demás cuestiones que nos rodean, con la sencillez que emana de estos relatos. Intentar mirar las cosas con la ilusión, la inocencia y la apertura de mente que solo un niño (de los de antes) tiene. Ser lo más primario posible, aunque ello nos cueste enfrentarnos con tantas bestias de dientes retorcidos como hay a nuestro alrededor. Buscar la pureza de las cosas, aunque tengamos que pagar el precio de que nos llamen intolerantes. Decir: "somos realistas, pedimos lo imposible", como diría Ernesto "Che" Guevara, para conseguir lo que en justicia nos pertenece, aunque sea pagando el máximo precio que podamos pagar por defenderlo.
   Quizás esté equivocado en lo que planteo, quizás no. Esto no es a mí a quién corresponde decirlo. Ello lo hará quien tenga que hacerlo y cuando llegue el momento. Por ello, en esta entrega, me limitaré únicamente a contar las fábulas sin comentarlas, pues mucho yerra el que mucho habla, y este que suscribe ya lo ha hecho suficientemente, y que cada uno saque sus propias consecuencias. Dejémonos de gaitas y empecemos:

El forense

   En el Techo del Mundo, o sea en el Tíbet, un peregrino, con motivo de una larga peregrinación a uno de los santuarios más sagrados, encontró tres cráneos. La noticia se extendió por todas partes y llegó hasta el rey. Los tres cráneos se habían encontrado juntos y nadie conocía su procedencia. El rey sintió gran curiosidad por el suceso y ordenó que le trajeran los cráneos. Los colocó ante sí, los observó y se preguntó - «¿A quiénes pertenecerían estos cráneos? ¿Qué clase de personas serían sus propietarios?» Y quedó pensativo y se dijo: «Me gustaría saber cual de las tres personas era la más bondadosa».
   El monarca era un hombre joven, que valoraba la benevolencia en los seres humanos. Aquellos cráneos le intrigaban. ¿Cómo investigar algo sobre ellos? Entonces le hablaron de un médico forense.
   - Hacedle venir -ordenó el rey-. Quiero ver a ese médico lo antes posible.
   Unos días después, procedente de remotas tierras del País de las Nieves, llegó el médico.
   - Tengo conocimiento de que eres no sólo un piadoso hombre, sino un gran forense. No te voy a encomendar una tarea fácil, pero confío en ti. Mira estos tres cráneos. Los encontró un peregrino en una de sus peregrinaciones. Estaban juntos y yo no he podido dejar de preguntarme cuál de ellos pertenecía a la mejor persona de entre las tres. ¿Podrás averiguarlo?
   - Necesito unos días, majestad -dijo el médico serenamente-. En ese tiempo espero poder traeros una respuesta que os satisfaga.
   - También yo lo espero -concluyó el rey.
   El médico se llevó los cráneos con él. Durante unos días se encerró a investigar minuciosamente sobre los mismos. En principio no era una tarea sencilla. Unos días después, el médico acudió a visitar al monarca. El rey no podía disimular su impaciencia.
   - ¿Has descubierto algo? -se apresuró a preguntar.
   - Sí, señor, tengo la respuesta.
   Colocó los tres cráneos sobre una mesa y señaló uno de ellos.
   - Éste, seguro, era el cráneo de la persona más bondadosa.
   - ¿Seguro? -preguntó escéptico el rey-. Quiero una explicación convincente
   El médico se expresó así:
   - Cogí uno de los cráneos, le clavé un alambre por uno de los oídos y observé que el alambre salía directamente por el otro oído. Sin duda se trataba de una persona a la que lo escuchado a los demás le entraba por un oído y le salía por el otro.
   El médico retiró ese cráneo y añadió:
   - Mirad, majestad, este otro cráneo. Lo investigué a fondo. Introduje un alambre por el oído y salió directamente por la boca. Era el cráneo de una persona que, indiscretamente, contaba en el acto todo lo que había escuchado.
   El monarca no pudo reprimir la risa. Luego se puso serio y dijo:
   - ¿Y el tercer cráneo?
   El médico tornó entre sus manos el tercer cráneo y añadió:
   - Señor, este cráneo es el que pertenecía a la persona más bondadosa. ¿Por qué? Os lo explicaré. Recurrí de nuevo a la prueba del alambre. Inserté el alambre por uno de los oídos y éste apareció hacia el corazón. Así se evidencia que esta persona escuchaba con amor a los demás y sabía guardar sus secretos. No era solamente la más bondadosa, sino también la más sabia y prudente.

El ermitaño

   Se había construido lo que los tibetanos denominan un riteu (eremitorio) en el bosque y llevaba años entregado a una vida de austeridad y meditación. Era un anciano que dependía de la caridad de las buenas y pacíficas gentes que habitaban en el pueblo más cercano. Estas gentes eran las encargadas de proporcionarle los escasos alimentos y prendas que el ermitaño necesitaba. Pero en los últimos meses los malhechores habían invadido varias veces el eremitorio, habían robado comida y prendas al ermitaño y le habían golpeado.
   Cada vez que las piadosas gentes del pueblo abastecían al ermitaño, llegaban los maleantes, le robaban y lo golpeaban. A pesar de ello, el ermitaño les sonreía afectuosamente y les animaba amorosamente a que robaran todo lo que quisieran. Así, estimulados, robaban todo al anciano, se mofaban de él y le daban una paliza. Pero el ermitaño no perdía la sonrisa ni las palabras bondadosas ni el cariño hacia los que le robaban.
   Exhalaba tanta paz y benevolencia, que uno de los maleantes se arrepintió de sus fechorías y le contó lo que sucedía al alcalde del pueblo. Impresionados por el proceder del anciano ermitaño, el alcalde y una comitiva del pueblo acudieron a visitarlo. Le encontraron apaciblemente sentado, la serenidad en sus ojos de mirada amorosa, la semisonrisa floreciendo en los labios, la paz exhalando de toda su figura. El alcalde rompió el silencio para decir:
   - Respetado anciano, nos hemos enterado de que desde hace meses te vienen robando, insultando y golpeando y que tu devuelves cariño a los que así te tratan injustamente. Al menos, ¿no pudiste enfadarte y gritar, a ver si alguien te oía y podía socorrerte, o por lo menos así lograbas liberarte de los malos tratos de esos indeseables?
   El anciano extendió su mano surcada por las abultadas venas de su avanzada edad, la dejó tiernamente sobre la del alcalde y dijo:
   - Buen hombre, yo no puedo hacer otra cosa que la que hago. Devuelvo compasión por golpes porque es lo que llevo dentro. No puedo forzar mi naturaleza. Y es que el amor es una actitud, y cuando uno lo conquista, surge espontáneamente.

El buscador insatisfecho

   Era la suya una búsqueda larga e incansable, a pesar de ser todavía joven. Rastreaba la Verdad como el sabueso lo hace en busca de alimento. No cejaba en su empeño, pero ninguna enseñanza terminaba de satisfacerle, No hallaba la paz interior que tan vivamente anhelaba. Era víctima de una insatisfacción profunda que le consumía y atormentaba día a día. Nada le dejaba satisfecho. Se había abocado en la búsqueda espiritual y había consultado maestros, guías espirituales, eremitas y monjes. También se había deleitado con los placeres desenfrenados de la diversión, las aventuras más mundanas y los lujos de todo tipo. Su insatisfacción iba en aumento. Buscaba por doquier, tanto en lo sagrado como en lo profano. Conocía todas las religiones y había disfrutado de las más voluptuosas y atractivas mujeres, de viajes de ensueño y de aventuras de todo tipo. La insatisfacción era como un fuego abrasador. La búsqueda no cesaba. A pesar de su juventud, las canas de la zozobra habían hecho su aparición en sus cabellos; el brillo de sus ojos se había disipado para convertirse en una sombra de melancolía; nunca reía.
   Era la insatisfacción como un chacal mordiendo su corazón. Entonces oyó hablar de un sabio que moraba en el Tíbet. ¿Por qué no ir a visitarle, si disponía del tiempo y los medios para ello? ¡Pero tantos sabios, monjes, ermitaños y maestros había visitado ya...! Como nada tenía que perder, el acaudalado joven decidió viajar hasta el País de las Nieves. ¡Ya había hecho tantos viajes infructuosos! Preguntó en pueblos y aldeas:
   - Decidme, ¿dónde puedo hallar a Teilzin, conocido como el sabio solitario?
   Por fin encontró una indicación fiable y se dirigió hacia el lugar que le habían señalado como la morada del sabio. En la empinada ladera de una montaña había una minúscula ermita donde el sabio habitaba. El joven trepó por la ladera y llegó hasta ella. La puerta estaba abierta y en su interior, en la semipenumbra, se divisaba la figura del sabio. El insatisfecho buscador, sin decir palabra, se sentó a la puerta de la ermita. Transcurrieron los días y sus noches. Una mañana el sabio salió de la ermita y se sentó a su lado. Dijo:
   - Saber esperar es importante. La paciencia es importante. La búsqueda es importante.
   - No hago otra cosa que buscar y estoy desesperado -confesó el joven.
   - ¿Y en qué puedo ayudarte, yo que no hago otra cosa que esperar pacientemente mi disolución y mi entrada en el Vacío?
   El joven comenzó a hablar de su búsqueda, sus viajes, sus aventuras, sus denodados esfuerzos y, en suma, su inmensa y desbordante insatisfacción. El sabio le escuchaba con atención
   -Mi insatisfacción es cada día mayor -se lamentó el joven-. He adquirido enormes conocimientos metafísicos y místicos; he obtenido fabulosas sumas de dinero y he contado con los amigos más leales y las mujeres más hermosas; he recibido honores y privilegios. He probado innumerables diversiones y he conocido toda clase de personas, incluidas las más famosas e influyentes. ¿Para qué? Aparentemente nada me falta, pero en realidad, nada tengo. No sé qué puedo hacer.
   - Eres un buscador -dijo el sabio cariñosamente-. No me cabe duda de ello, pero no has sabido buscar. Te has sabido llenar de todo, pero has dejado vacío lo único importante: tu cuenco interior.
   - ¿Mi cuenco interior? -preguntó extrañado el joven-. No tengo ni idea de a qué te refieres.
   - Pues entonces, escúchame bien. A los buscadores, es decir, a aquellos que tienen inquietudes espirituales, El Absoluto les pone un cuenco vacío en su interior. Este cuenco vacío nunca puede llenarse con experiencias externas o conocimientos librescos o diversiones o logros exteriores. No hay otro modo, créeme, para poder llenar este cuenco interno deberás hacerlo por ti mismo. A través de la ética genuina, la meditación y el desarrollo de la sabiduría, uno va llenando este cuenco con uno mismo, en la medida en que uno completa su desarrollo. Mientras este cuenco interior no se colma, uno experimenta inevitablemente insatisfacción y desconsuelo. Llénalo y te sentirás pleno en ti mismo. En la voluntad de hacer y acumular, no es posible hallar el verdadero reposo de la mente, sino en la experiencia de la mente iluminada.

El peregrino

   Era un buscador de la Verdad Suprema. Vagó por las tierras del Tíbet sin descanso hasta que halló un yogui que vivía en un eremitorio. Era un lugar muy silente, magnífico para poder apaciguar la mente y reposar del largo peregrinar.
   - ¿Podría quedarme aquí unos días? -preguntó al yogui.
   - Haz como te plazca -repuso el yogui indiferente.
    El peregrino se quedó en ese paraje que era como un desierto a cuatro mil metros de altitud. El silencio era tan total que resultaba sobrecogedor. Las noches eran gélidas, pero los días soleados y cálidos. Era un yogui adusto y que severamente llevaba a cabo sus prácticas diarias de meditación. Pero un día el peregrino se atrevió a preguntar claramente:
   - ¿Cómo soy yo?
   El yogui le miró fijamente y repuso de manera escueta:
   - Como una vaca.
   El peregrino se quedó estupefacto, sin poder casi creer lo que oía. ¡Vaya comparación la de ese hombre!
   El yogui, contemplando el asombro imposible de disimular del peregrino, preguntó:
   - ¿Acaso no comes?
   - Sí, lo hago.
   - También lo hace una vaca -dijo el yogui, para a continuación preguntar- ¿Acaso no duermes?
   - Sí, todas las noches.
   -Como una vaca. Y dime, ¿acaso no defecas?
   -Sí, lo hago, todas las mañanas.
   - Como una vaca. 0 sea, ya lo ves, eres como una vaca.
   Entonces el peregrino protestó:
   - No lo creo.
   El yogui sonrió. Hizo una pausa y dijo:
   - Esa es la diferencia: que tú dudas y la vaca no. Si dudas inteligentemente y la duda te conduce a seguir tu investigación espiritual sin descanso y un día hallas la Verdad Suprema, entonces dejarás de ser como una vaca. Si no es así, no habrá diferencia entre tú y la vaca... salvo que las vacas son más simpáticas y pacíficas. Depende de ti ser como una vaca o desarrollar tu consciencia, pero si decides quedarte en la consciencia de vaca, al menos se noble y pacífico como tal.

El Dalai Lama

   El Dalai Lama es el jefe espiritual de una las escuelas del Budismo Tibetano. Han habido hasta la fecha catorce Dalai Lamas. Uno de ellos era un personaje muy singular en todos los aspectos y se le atribuye la siguiente historia.
   Tenía fama de mujeriego y se tenía por seguro entre las gentes de la ciudad que por las noches, furtivamente, abandonaba su palacio y buscaba mujeres con las que relacionarse sexualmente. Era un tántrico, es decir, un seguidor de la enseñanza para transmutar todas las energías, incluidas las sexuales. Se servía del disfrute para sacarle su fuerza y trascenderlo, y lo instrumentalizaba así para el acrecentamiento de la consciencia.
   Ni que decir tiene que sus gentes no lo entendían y lo único que hacían era perderse en críticas adversas hacia Su Santidad y chismorrear de lo lindo. Para ellos el Dalai Lama era un simple vividor, un juerguista desenfrenado. Para colmo, este hombre también escribía y componía poemas eróticos. El caso es que la gente comenzó a estar más irritada con él, ya que pensaban que debería ser un hombre piadoso y recatado. El descontento iba en aumento. Constantemente se cotilleaba sobre la irrefrenable lubricidad del jefe espiritual de los tibetanos.
   Un día el gentío, irritado, se presentó ante el palacio del Dalai Lama para exigirle explicaciones y reprocharle su comportamiento.
   El Dalai Lama salió a la balaustrada. Se escucharon voces increpándole y descalificándole. ¿Qué sucedió entonces? Algo insólito. Su Santidad, el respetable Dalai Lama, el jefe espiritual de la iglesia tibetana, se levantó la túnica azafranada, sacó al viento su miembro viril y, desde la balaustrada, dejó escapar cierta cantidad de esperma. Hubo un «ioh!» generalizado, estupefacción, asombro indescriptible. Pero cuando el semen estaba deslizándose por el aire, en dirección a los asistentes, el Dalai Lama lo reabsorbió con su miembro viril, se cubrió con la túnica y dijo apaciblemente:
   -¿Os dais cuenta? Parece igual, pero no es lo mismo. Cuántas veces se tiende a juzgar a la ligera y a simplificar en exceso las cosas.

El zorro

   Todos sabemos que el zorro, si de algo tiene fama, es de astuto, igual que no desconocemos que si por algo es célebre el camello es porque tiene gran capacidad para hacer trabajos pesados y puede resistir mucho en todos los órdenes. Una zorra estaba tranquilamente disfrutando del sol al atardecer. La brisa era acariciadora y los últimos rayos resultaban deliciosos. Estaba la zorra dormitando, cuando pasó por allí corriendo a la desesperada un zorro. Las zorras son curiosas, además de muy inteligentes, y ésta no era una excepción. Preguntó:
   -Amigo, detente un momento. ¿Qué te ocurre?
   El zorro apenas aminoró la marcha. De detenerse, nada. Se le veía aterrado y, con voz entrecortada, dijo:
   - Un grupo de hombres está reuniendo camellos para llevar a cabo unos trabajos muy pesados.
   - Pero no seas bobo -replicó la zorra extrañada-, ¿acaso tienes tú algo que ver con los camellos? Pero si no tienes el menor parecido con ellos.
   Y el zorro, sin dejar de correr, gritó:
   - Siempre puede surgir algún intrigante que asegure que yo soy un camello y a ver entonces quién me libra del trabajo. Además, no ha nada más peligroso que un ser humano cuando se pone a intrigar

Ser humano

   Los maestros Tibetanos dicen:
   Imagina una sola tortuga en un inmenso océano y que ésta sólo saca la cabeza a la superficie una vez cada millón de años.
   Sigue imaginando. Imagina un aro flotando a la deriva sobre las aguas del descomunal océano.
   Escucha bien. Más difícil aún que la tortuga introduzca la cabeza en el aro cuando sale a respirar a la superficie, es haber nacido con forma humana. Aunque todo esto pueda sonar excesivamente homocentrista, haber nacido humano es un don inapreciable. No lo desaproveches y concede a tu vida un sentido profundo de lucidez y sobre todo de compasión. Recuerda que somos los guardianes de nuestros hermanos.

La inflexibilidad

   Cuentan que una vez crecieron juntos un junco y un roble. Al cabo del tiempo el roble se hizo un enorme y engreído árbol que menospreciaba al junco burlándose de esta manera:
   - Qué pequeño y esmirriado eres. No vales ni el palmo de tierra en el que estás plantado. Ni siquiera tienes ramas y tu tronco no aguantaría ni un cuarto de kilo. Yo, sin embargo, soy grande, tengo poderosas ramas y mi tronco es mil veces más robusto que el tuyo. No sé ni siquiera por qué te hablo. Deberías enorgullecerte por esto.
   El junco ni se inmutaba ante tales palabras, mas se entristecía de que su compañero, el roble, estuviese tan pagado de sí mismo.
   Un día un tornado arrasó la comarca y mientras que el roble se oponía a la virulencia del aire con todo su vigor, el junco se plegaba. Tan fuerte era el tornado, que terminó arrancando el roble.
   Cuando llegó la calma, el junco se mantenía en pie porqué no se opuso frontalmente a la enorme fuerza que les atacaba, sino que la supo eludir, mientras que el roble cayó por creerse invulnerable, terminando por convertirse en leña para los leñadores. Al verlo el junco se decía:
   -Tanta vanidad y soberbia ¿de qué te han servido? Tu inflexibilidad ante el tornado te ha llevado a tu propia caída.

El miedo

   Hubo una vez un caminante que terminada su jornada pidió posada en un albergue. En éste, debido a que estaba completo, solo pudieron ofrecerle un ático apartado. Como estaba tan cansado, y no gustándole la idea de dormir al raso, aceptó. Llegó a la habitación, y dejando sus petates en el suelo, se tumbó rápidamente en el catre, apagando así la luz para dormir. Al hacerlo pensó.
   -Qué afortunado soy, estoy a cubierto de cualquier peligro de la noche.
   No terminó esté pensamiento, cuando vio unos ojos, que desde el único ventanuco de la habitación, le observaban sin descanso. Eran amarillos, fríos y penetrantes como nunca antes había visto.
   Toda la noche estuvo despierto aterrado ante tal implacable mirada. Al clarear el día apareció claramente la bestia que tanto terror le infundía. Era una lechuza.
   Con esto termino esta serie de fábulas. Posiblemente me habré puesto excesivamente moralista, con la prepotencia que ello conlleva. Desde aquí pido disculpas, no fue esta mi intención. Más bien mi intención fue ayudar y procurar algo de luz en esto que llamamos vida. Como diría Groucho Marx: "Que paren el mundo que yo me bajo".

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