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miércoles, 27 de julio de 2011

Cuentos orientales

   Este cuento fue publicado en la revista Vivatacademia en Septiembre de 2002.

   Su enlace en la aludida revista es Vivatacademia
   Habida cuenta de que son largos, la versión completa podrás descargarla en formato pdf en el siguiente enlace Cuentos orientales




Arturo Pérez París

Los cuatro monjes

   Cuatro monjes se retiraron a un monasterio, en la cima de una alejada montaña, para llevar a cabo un entrenamiento espiritual intensivo. Se establecieron en sus celdas y pidieron que nadie les molestase a lo largo de los siete días de retiro. Se autoimpusieron el voto de silencio durante esas jornadas. Bajo ningún concepto despegarían los labios. Un novicio les serviría esos días como asistente.

   Llegó la primera noche y los cuatro monjes acudieron al santuario a meditar. El silencio era impresionante. Ardían vacilantes las lamparillas de manteca de yak. Olía a incienso. Los monjes se sentaron en meditación, Transcurrieron dos horas y de repente pareció que una de las lamparillas iba a apagarse. Uno de los monjes, dirigiéndose al asistente, dijo:

- Estate atento, muchachito, no vayas a dejar que la lamparilla se apague.

Entonces uno de los otros tres monjes le llamó la atención:

- No olvides que no hay que hablar durante siete días y menos en la sala de meditación.

Indignado, otro de los monjes - dijo:

- ¡Parece mentira! ¿No recordáis que habéis hecho voto de silencio?

Entonces el cuarto monje miró recriminatoriamente a sus compañeros y exclamó:

- ¡Qué lástima! Soy el único que observa el voto de silencio.

Y es que, señores, no hay peor embuste que el del autoengaño y, además, siempre vemos la paja en el ojo ajeno y no apreciamos la viga en el propio.

El anciano

Un hombre de avanzada edad llamó a la puerta de un monasterio. Aunque era analfabeto y muy ignorante, vibraba en él el deseo de purificarse y encontrar la libertad interior.

   Solicitó humildemente que le aceptasen como novicio, pero los monjes y el abad del monasterio se dieron cuenta de que era analfabeto y de muy corto entendimiento intelectual. Le consideraron totalmente incapacitado para leer los sermones de Buda, recitar mantras o poder efectuar las ceremonial sagradas. Pero contemplaban en el anciano mucha motivación espiritual y un ardiente deseo por perfeccionarse.

   ¿Qué hacer, pues? No podía llevar a cabo ningún tipo de estudios, no entenderla la esencia de los métodos meditacionales y ni siquiera comprendería el sentido de los rituales. ¿Qué hacer entonces?

   El abad y los monjes hablaron sobre el tema unos minutos y decidieron permitir al hombre que se quedara en el monasterio. Pero, aunque fuere porque no se sintiera humillado, alguna ocupación había que asignarle. Le dieron una escoba y le dijeron que se encargará de mantener limpio el jardín del monasterio.

   Fueron transcurriendo los meses y los años. El anciano se aplicaba con minuciosidad y esmero en su sencilla tarea. Poco a poco los lamas comenzaron a percibir cambios en la actitud del barrendero. ¡Se le veía tan sosegado, contento y equilibrado! De todo él emanaba una atmósfera de paz infinita y contagiosa. Los monjes comenzaron a darse cuenta de que el anciano había ido consiguiendo un notable y evidente avance espiritual, un gran progreso anímico. Siempre era afectivo, nunca se inmutaba y era ecuánime en las palabras. Los monjes, extrañados, decidieron preguntar al barrendero qué prácticas o métodos especiales había desarrollado para conseguir un estado de mente tan lúcido, estable y ecuánime. El anciano dijo:

- No, amigos, no he hecho nada especial, podéis creerme. Diariamente, con mucha atención, me he dedicado a limpiar el jardín. He puesto, eso sí, mucho esmero y amor cada vez que barría las hojas, y cada vez que barría la basura y limpiaba el jardín pensaba que estaba barriendo la basura de mi corazón y limpiando mi espíritu. La verdad es que así, día a día, me he ido sintiendo más sosegado, contento y lucido.

   Y es que hace más el que quiere que el que puede.

El Rey de los Monos

   Los hindúes admiran profundamente a Buda, a pesar de que su enseñanza se salió de la ortodoxia hinduista. Esta historia tiene por protagonista a Buda y la narran los maestros hindúes. Además, hay otro protagonista en este cuento: el rey de los monos, personaje que se repite en los cuentos hindúes.
Un día el rey de los monos oyó hablar de Buda, al que consideraban sus seguidores un gran ser.

«Si es un gran ser -se dijo el mono- yo no puedo dejar de conocerlo. ¿Acaso no soy el rey de los monos? Está bien que a ese gran hombre le admiren, pero él me admirará a mí, porque soy fuerte, intrépido y poderoso».

   El rey de los monos se presentó ante Buda, que acababa de pronunciar un sermón precisamente sobre la compasión y la humildad. La verdad es que el mono era. ágil y fuerte, sin embargo, era sumamente arrogante y soberbio.

- ¿Qué tal estás, amigo? - le saludó el Buda con afecto.

- ¿Cómo voy a estar, señor? Miradme. Soy fuerte, valiente, ágil y listo. Soy el rey de los monos. No podría haber sido de otra forma. Nada me arredra y no hay lugar al que yo no pueda ir.

- ¿De veras? - preguntó con ironía Buda, sin que la misma fuera captada por el animal.

- ¡Y tan de veras! Te lo puedo demostrar ¿Dónde quieres que vaya?

- Si te empeñas - repuso Buda -, donde a ti te apetezca ir; aunque quizá deberías saber que el mejor sitio está dentro de uno.

   El mono le miró sorprendido. La verdad es que no era aquél un hombre corriente. Dijo con evidente prepotencia:

- Veloz como un rayo, con el ánimo diligente y recurriendo a todo mi poder, que es mucho, voy a viajar hasta el fin del mundo y luego volveré hasta ti.

- Si es lo que quieres...

- Te lo demostraré, gran ser.

   El mono dio un impresionante salto y partió veloz. Corrió con toda la energía de sus resistentes patas. Cruzó valles, dunas, desiertos, montañas, junglas, desfiladeros, cañones, ríos, mares, cordilleras. Fueron días y días de una galopante carrera, hasta que al final llegó a un lugar en el que divisó cinco inmensas columnas y más allá, el vacío absoluto. «No hay duda - se dijo -, éste es el fin del mundo». Para marcar su territorio, el mono orinó en aquellas gigantescas columnas. Luego regresó corriendo hacia el punto de partida. De nuevo atravesó velozmente, a lo largo de días, mares y ríos, cordilleras y valles, desiertos, dunas y desfiladeros. Llegó por fin donde estaba Buda.
Jadeante, el mono dijo: .......

(Versión completa en el pdf).


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